PLANETA RUIDO

Dos horas para que amaneciera. Una gran bola de fuego derritiría la salvaje y natural isla en la que me encontraba. Sabía que no podía ir muy lejos, descendía, iría a parar al mar y ahí, tenía dos caminos, bautizarme en un suicidio de algas o volver a subir y colgarme de un alcornoque. Si al menos esta montaña en el mar tuviera volcán en actividad, haría de mi muerte una excentricidad. La radio del coche de policía hablaba entre desconexiones estridentes, daba direcciones y avisos de malas conductas humanas. No podía creer, a esas horas y un lugar tan al parecer tranquilo. Comencé a notar el cansancio, crucé un puente y un cartel me anunciaba la entrada a Porto Vecchio, también el silencio más absoluto me daba la bienvenida. Mis ojos sonámbulos se cerraban con la melodía de la emisora, para espabilarme comencé a tocar botones, así tomó vida el limpiaparabrisas, una voz dulce en el gps me señaló que debía torcer a la izquierda y paredes encaladas habitadas de sueño tomaban formas tenebrosas con los reflejos azules de la sirena. Con el ritmo de la ensordecedora sirena comenzaron a salir a los balcones personas que exigían a grito limpio el derecho a dormir tranquilos, dos horas más. Dos horas para que amaneciera. No recordaba el botón de apagado. Apagué todo y aparqué. En el centro de la nada. Persianas enfadadas me daban la espalda. Todo, menos la radio. Lo poco que entendí en un último aviso, fue la llamada de acercamiento a una gasolinera, control a dos personas. Necesitaba movimiento, ideas. Arranqué, el gps me llevó a esa gasolinera. Un mal entendido en el pago de consumibles. Eran ellos, Lucy y Fran.